En 2012
tuve la suerte instalarme durante unos meses en Austria por trabajo. Por desgracia
para mí, esta etapa tenía una fecha de caducidad. Austria me había impactado
desde el mismo momento que puse el pie en ella, y si quería disfrutarla no
había tiempo que perder, había que exprimir los fines de semana de aquel
verano. Y lo hice a mi manera: simplemente yendo a deambular sin un rumbo fijo
por los adoquines de Salzburgo, saliendo en bicicleta a descubrir los pueblos y
paisajes que se dejaban caer por la orilla del río o, mi favorita, lanzándome a
la carretera.
Uno de
estos viernes por la tarde planeando una escapada, descubrí lo cerca que estaba
un lugar muy relacionado con la turbulenta historia de mi país del último
siglo: Mauthausen. Decidí empezar por ahí, luego ya veríamos.
Soy
consciente de que la visita a estos lugares puede resultar… controvertida. En
la Europa sumergida en un turismo de masas en la que vivimos, hay muchas
ocasiones en las que la línea entre apreciar un hecho histórico, el homenaje a unas
víctimas y el morbo puede ser muy delgada. Ya había visitado Auschwitz antes y fue
una de las experiencias viajeras que más me han impactado, en sentido positivo,
por lo que estaba preparado para afrontar la visita.
Poco
después de pasar Linz… ¡Zas! Un sitio como este no necesita de más ambiente para
vivirlo, pero si te vas acercando a él a través de una densa niebla, puedo
asegurar que los pelos de los brazos se erizan.
Una vez
dentro, no hace falta tirar de imaginación, ya que ese escenario lo hemos
visto en muchas películas o documentales. Al mismo tiempo que vas pasando, casi
puedes visualizar lo que se vivió en esas explanadas, en esos sótanos o en esas
canteras. Ver además las banderas españolas y las placas con apellidos castellanos
hace sentirlo más cercano si cabe.
Ya
satisfecha la curiosidad de conocer el memorial me encuentro con la primera
sorpresa. Mauthausen no es muy conocida por mucho más que su campo de
concentración, pero el pueblo en sí tiene mucho atractivo, con sus casas de
colores vivos regadas por el Danubio.
Próxima
parada, justo al otro lado del río: Enns. Más casitas típicas y una bonita
torre del reloj dominando la ciudad. Un paseo agradable, pero lo mejor estaba
por venir.
Ya con
el sol empezando a caer (sí, esto es Centroeuropa, el tiempo juega en nuestra contra),
el coche me lleva a Steyr. Un poco de callejeo es suficiente para darse cuenta
de que este no es un lugar cualquiera, sino una de las ciudades más bonitas de
la Alta Austria.
Es el
momento de cambiar de planes. Esta maravilla hay que verla a la luz del día. Va
a ser mejor buscar un hotel y vivirla sin prisas, que volver a casa.
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