Al día
siguiente, me di cuenta de que no podría haber tomado una decisión mejor. De
nuevo la niebla a juego con los primeras hojas amarillentas del otoño, los
adoquines húmedos y la paz del domingo por la mañana. Recuerdo ese paseo a paso
lento en un entorno de postal:
El río…
Las
torres de las iglesias entre casitas de tejados a dos aguas…
Las
fachadas de trampantojo…
Sin
embargo, lo mejor aún estaba por llegar. Me voy introduciendo en la región de
los lagos a descubrir esos encantadores pueblecitos construidos a sus orillas como Gmunden y Ebensee,
donde realmente parece que se ha parado el tiempo:
Dicen
que lo bueno se hace esperar. Siguiendo hacia el sur, y con la antesala de Bad
Goisern…
…
llegué hasta la guinda del pastel que llevaba dos días cocinando:
Hallstatt.
Una auténtica joya escondida que hasta hace poco más de 100 años sólo era accesible
por barco. Así es como me imaginaba los cuentos cuando era un crío. Un conjunto
de casas tradicionales de madera, encajadas entre una ladera y el agua. Un lago
abrazado por empinadas montañas y un vigilante castillo. Plazas que parecen,
literalmente, de dibujos animados. Una sensación de estar en otro mundo, lejos
de todo…
De
nuevo se me echa la noche encima, esta vez sentado en un banco a la orilla del
lago y empapándome del paisaje abrumador, muy difícil de igualar. Sólo en el
momento en el que considero que ya tengo las pilas cargadas a tope, tomo el
camino de vuelta a casa. Que mañana hay que trabajar.